Llevo tiempo dándole vueltas a una reflexión sobre la credibilidad de las opiniones, tanto subjetivas como objetivas, dependiendo de la autoridad de los roles de quién las ofrezca. Tengo la sensación que una parte de la sociedad capta las atenciones de algunas opiniones, fijándose más en el nivel de tendencia o popularidad de quién las ofrezca y, sobre todo, en el nivel propio de tradiciones o costumbres, que no deja de ser parte de esa doctrina narcisista de manera inconsciente aunque sin necesidad ser egoísta directamente.
La cuestión, es que según que fuentes de información y quienes las ofrezcan, hay receptores que se dejan arrastrar por el escepticismo de lo “malo conocido antes que lo bueno por conocer”, de manera consciente o de manera intuitiva por simple costumbre arraigada. Infravalorando, así, con cierta indiferencia discriminan al resto de opiniones que, aunque puedan tener mayor o menor trascendencia quizá puedan tener, también, su parte de relevancia.
Por otro lado, también, las opiniones más infravaloradas pueden sentir ofendida su sensibilidad más por dicha falta de oportunidades basada en la costumbre de infravalorarlas por priorizar a las otras opiniones más destacadas. Cierto es, que en una sociedad competitiva por naturaleza, es complicado hacerse un hueco porque el pez grande se come al chico, y en la actualidad hay que renovarse o morir porque ya están inventados todos los servicios pero, a fin de evitar ciertas rivalidades derivadas del fanatismo extremo, no cuesta tener un poco más de empatía y análisis reflexivo para no dejarse arrastrar por malas influencias y, confiando así, en la buena voluntad de las opiniones con menos visibilidad que también luchan por aportar su granito a la sociedad, a veces incluso de manera desinteresada. En ello debe tratar, en parte, la teoría de la evolución razonable.
El escepticismo, como la mayoría de aspectos, no es bueno ni malo si sabe inducir en la medida correcta. Un poco de escepticismo es bueno, incluso saludable para verificar y demostrar muchas teorías por sí mismos pero, en exceso puede resultar contraproducente e incluso tóxico para las relaciones sociales.